De la materialidad del mundo y del alma

Por: Ximena Torrescano Lecuona

“La existencia, el tiempo, el sentido y el lenguaje
descienden juntos por el plano inclinado”
(Serres, 1994, pág. 54)

No sabiendo como comenzar el siguiente escrito en tanto que, busco conservar los cánones académicos necesarios, y en tanto que, pretendo verter en palabras una de las más grandes inquietudes que acosan mi alma desde hace algún tiempo; me he decantado por escribir en un tono casi confesional, acerca de lo que, como consecuencia de una concepción materialista acerca de la realidad, desemboca en una perspectiva filosófica de base atomística respecto de la naturaleza y, como consecuencia obvia por ser una derivación de la misma, de la propia naturaleza del alma humana.

La naturaleza está conformada por átomos, de ello estamos enterados desde que los griegos Leucipo y Demócrito dieron cuenta de que partículas diminutas y en diversas cantidades y conglomerados generaban lo que conocemos como realidad material. Todo a nuestro alrededor es cuestión de átomos y materia, que por su propia naturaleza finita y corruptible está, a su vez, sujeta al cambio y la destrucción. Todo a nuestro alrededor es por naturaleza perecedero y no hace falta ser un zahorí para caer en la cuenta de que el mundo en su totalidad está deviniendo. La propia naturaleza lo constata a partir de sus fluctuantes cambios, que sólo nos recuerdan lo efímero de la existencia de todos y cada uno de los componentes corpóreos que se hayan sujetos al tiempo: De la primavera al verano, y del otoño al invierno, podemos ser testigos del carácter transitorio de la vida. Los árboles dejan caer sus hojas para dar paso al fenómeno natural subsecuente, sin mayor dilación observamos cómo las plantas, los montes, el follaje de los árboles etc., se ajustan en orquesta y simetría al cambio dictado por las propias leyes del universo.

Si podemos aceptar el carácter contingente de cuanto ocurre en los sistemas naturales, con mayor razón podremos hacer extensiva la premisa de la transitoriedad de los fenómenos físicos en los sistemas creados por el hombre, y con ello me refiero a los ecosistemas artificiales en los que nos toca vivir, ya por decisión, ya como producto histórico propio de la evolución del homo sapiens.

Estos ecosistemas artificiales están cimentados sobre el mismo soporte del que pende la naturaleza misma, es decir, sobre el frágil andamio del derrumbe y la aniquilación a la que todo en el cosmos tiende. Desde el más fino grano de polvo, hasta las inmensas galaxias en el espacio exterior, absolutamente todo, tiende a la destrucción, en tanto que se haya sometido al cambio en el tiempo. Tal como lo advertía Heráclito: “Este mundo, el mismo para todos, no lo hizo ninguno de los dioses ni de los hombres, sino que ha sido eternamente y es y será un fuego eternamente viviente, que se enciende según medidas y se apaga según medidas.

No es de extrañar que sean pocos los que caen en cuenta de que absolutamente todo se haya sometido a dicha ley, de que todo a nuestro alrededor tiende al caos y que todo está destinado al derrumbe en una suerte de sinfonía sistólica-diastólica que bombea desde el corazón del universo.

Lo que sucede es que nos sentimos extremadamente seguros en los ecosistemas que hemos creado: Grandes rascacielos que arropan nuestra insignificancia, veloces automóviles que apabullan nuestros sentidos, actividades y ajetreo en medio del caos citadino, infinita actividad industrial, continuo deseo de adquirir productos y servicios… ¡Terrible vida que hemos creado! ¡Nos hemos limitado tanto!; hemos acortado nuestras potencialidades humanas y nos hemos reducido a pequeños homúnculos consumidores, cortados todos con la misma tijera y deseosos todos del mismo automóvil visto en comerciales.

Vamos en búsqueda del éxito material sin darnos cuenta que incluso todo ello es transitorio y perecedero, todo se encuentra sujeto a la misma ley de la aniquilación. Así, la felicidad no es el epifenómeno de adquirir aquella espectacular mansión expuesta en televisión; el empleo del ejecutivo exitoso está igualmente sujeto a la temporalidad, tal como lo están las estaciones del año; el estilo de vida consumista que no es sinónimo de trascendencia ni de superación de la finitud de la vida; todo esto son sólo distractores a partir de los cuales, sentimos alcanzar el carácter de permanencia y eternidad en medio de la fragilidad de la vida. Nos cuesta tanto reconocer que hay una suerte de -grado de inclinación- en todo lo que hemos construido, perfeccionado e inventado para nuestras comodidades. Éste ecosistema artificial se haya igualmente expuesto al derrumbe, al caos y a la destrucción absoluta:

“Tanto el mundo como los objetos, tanto los cuerpos como mi propia alma están, en el instante de su nacimiento, a la deriva. A la deriva a lo largo del descenso por el plano inclinado. Y ello significa, como es usual, que irreversiblemente se deshacen y mueren pero incluso su nacimiento es derivado. Y su estabilidad, su conjunción, su existencia se abandona a la homeorresis” (Serres, 1994, pág. 54)

El mundo entero está deviniendo, todo fluye y se nos escapa de las manos como una suerte de corriente de agua manada del clepsidra del universo. Hay una frágil -ontología del derrumbe- que reviste la existencia de cada átomo, de cada fragmento, de cada minúscula parte que configura la vida. Todo es una “explosión aleatoria de temporalidades múltiples en el espacio infinito” (ibid)

En este sentido podemos establecer un paralelismo entre la visión materialista de un mundo en constante deriva hacia el caos; y la denominada filosofía existencialista, que reconoce la contingencia de la que es característica la exterioridad, la materialidad de los objetos, las situaciones y lo mundano que hay alrededor de la propia existencia humana; pues es en dicho escenario, ya sea natural o artificial, en que se haya inscrito el hombre con su circunstancia particular en medio de un mundo en constante movimiento y tendencia a la aniquilación.

Así, la existencia humana se halla igualmente sujeta a la desviación, desde que nacemos lo hacemos ya con un grado de inclinación que día a día va acentuándose hasta que desemboca en nuestra propia muerte. Existir significa, entonces, hallarse en relación con este mundo impredecible y falto de necesidad teleológica, en el que las situaciones en que toma forma la existencia particular, pueden ser analizadas solamente en términos de -posibilidad-. Hay una co-implicación entre lo que puede suceder y lo que puede no suceder en cualquier decisión, actividad o fenómeno de la existencia humana. Hay, pues, un grado de incertidumbre en la propia realización de cualquier proyecto al que tendamos. Sin duda que estas son las consecuencias a las que se llega a partir de una visión materialista de la realidad, misma que desemboca, en un nihilismo insoportable.

Ésta cualidad de insoportable y radical me resulta difícil de conciliar con una noción feliz de la vida. Acostumbrada, quizá por tradición, a pensar en la necesidad teleológica de los fenómenos del mundo y de la vida; habituada a tener como baluarte la noción de un –Dios- y de un –Alma- como principios de unidad de todas las cosas y de todas las manifestaciones psíquicas de mi propio ser respectivamente; habituada, pues, a tener estos principios metafísicos para llevar una vida medianamente segura, he de admitir, que me ha costado bastante analizar en términos de –contingencia y posibilidad- la realidad de cuanto existe.

Quizá comparto aquel sentimiento trágico del que hablaba Unamuno cuando señalaba el ansia infinita de inmortalidad intrínseca al ser humano; quizá me resulte demasiado difícil despojarme de la superstición de la existencia de mi propia –alma- como aquella sustancia que perdura en el tiempo, a pesar de la finitud de todo lo material. Ya el propio epicureísmo concebía, incluso al alma, como un conglomerado de diminutos átomos o partículas que en contacto con los átomos del exterior, por medio del fenómeno de la respiración, hacía posible el surgimiento del individuo por azar de la materialidad, materialidad carente de aquella sustancia eterna a la que con desesperación me aferro, como lo hacemos todos los mortales, y a la que denominamos alma.

Reconozco, o tengo necesidad de reconocer lo eterno en lo humano para dotar de sentido mi propia existencia; lo infinito y persistente, en lo finito y temporal; lo posible en lo imposible; lo humano en lo divino; y sencillamente tengo por insoportable una visión de la realidad estrictamente materialista en la que todo sentido no es más que una pendiente y una deriva hacia la aniquilación. ¿Cómo se supone que uno pueda llevar una vida plena sabiendo que nada permanece, que cualquier proyecto de vida es ocioso y está sujeto a la temporalidad?; ¿Cómo se supone que uno lleve una vida feliz cuando se sabe mortal?

Personalmente, el tema de la muerte ha causado inquietud en mi ser, y a pesar de que la filosofía materialista pretende disipar el temor que como humanos tenemos a la muerte, he de admitir que me aterra el sólo hecho de pensar en la disolución de la propia consciencia. Pero ¿Qué puedo hacer sino acatar con infinita resignación aquello a lo que todos nos encontramos condenados? Le tengo miedo a la muerte. No soporto, no puedo pensar en la nada; en la no conciencia; en el vacío; la oscuridad; en el eterno descanso.
Que si la muerte es una quimera que llega cuando yo ya no estoy, ¡Eso no me dice nada! Y en cambio yo sí le digo a la muerte: ¡maldita muerte! no sé porque te pienso y te temo. Te temo porque me aterra la privación de los placeres de la vida, me aterra pensar que no podré amar, que no podre reír, que no podré abrazar, me aterra que todo finalice… ¿y luego qué?… Me aterra que te lleves a quienes más amo… ¿qué pasaría?, ¿qué haría yo si me quedo sola en este mundo?… ¿¡por
qué existes muerte terrible!?

Un materialismo radical es insuficiente para tranquilizar los temores, y nos vemos obligados a apelar a lo que quizá sean supersticiones para llevar una existencia medianamente pacífica, pues: ¿Cómo vivir cuándo se es consciente, lucidamente consciente de la finitud y fragilidad?

Como quiera que sea, sólo queda a cada uno elegir los elementos que mejor le convengan para sobrellevar lo que de suyo parece ser irremediablemente cierto, a saber: el carácter contingente, finito e imperfecto de la totalidad de los fenómenos del mundo. La propia disciplina de la física insiste afanosamente en describir la realidad como un conjunto de fenómenos carentes de toda necesidad:

“La física actual inventa medios de librarse del yugo de la suficiencia de la razón, de la equivalencia maestra entre –causa plena- y –efecto completo- y, por tanto, también trata de librarse del Dios de la razón clásica.” (Prigogine, 2004, pág. 26)

La pujanza de los descubrimientos científicos y tecnológicos que describen una realidad física basada en una materialidad, cuya razón de ser no es otra más que el azar, y cuya tendencia es el caos; nos obliga a replantearnos nuestra manera de pensar y sobre todo de vivir la vida.

Por otra parte, quizá hallamos de asirnos a una filosofía de la identidad, en conceptos y nociones metafísicas que dan sentido y continuidad a nuestra existencia. No podemos simplemente -amar todo como si estuviese desapareciendo- aunque en efecto así lo esté. Necesitamos creer en la permanencia de nuestro propio ser, en la permanencia del alma, en la sustancialidad de nuestro yo; y necesitamos algunas veces, asirnos a un Dios como aquello que nos rebasa y trasciende a nuestra condición finita y temporal.

A pesar de toda la carga de verdad inscrita en los hallazgos de la física contemporánea, que como punzantes corazonadas nos indican estar en lo cierto; a pesar de la evidencia empírica y de los instrumentos tecnológicos que señalan el estado de cosas de la realidad material; a pesar de aseveraciones que afirman que “la creación espontánea es la razón por la cual existe el universo y que no hace falta invocar a Dios para encender las ecuaciones y poner en marcha este universo”( Hawking, 2008, pág 204).

A pesar de todo ello, me reúso a abandonar la filosofía como aquella eterna búsqueda de las esencias que pretende alcanzar lo permanente, en medio del cambio y la temporalidad. A mí manera, así como aquellos congéneres que se suman a la noble tarea del filosofar desde la metafísica; perseguiré mi deseo asintótico de alcanzar lo eterno e imperecedero, a pesar de la muerte y la finitud. A pesar de estar fuertemente heridos por el tiempo.


“Hawking, Stephen y Mlodinow, Leonard; El gran diseño, Barcelona, Crítica, 2008”

“Maturana, Humberto; La realidad: ¿objetiva o construida?, Df, Antrophos, 1995”

“Prigogine Ilya e Isabelle; La nueva Alianza, Madrid, alianza, 2004”

“Serres, Michel; El nacimiento de la física en el texto de Lucrecio, Valencia, pretextos, 1994”

Puntuación: 5 de 5.

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